miércoles, enero 20, 2016

Siete años. Sin escribir. Aquí en el blog.
¿Se sigue escribiendo en blogs? Cada vez lo oigo menos.
Ahora todo va de facebook, twiter, instagram y otras redes sociales que se me escapan. Que quiero que se me escapen.

Siete años. Se dice así, de repente, y parece mucho. Y lo es para algunas cosas.
Cuántas palabras dichas y escritas en tantos años. Agunas hasta calladas.
A veces he leído algún escrito de este blog, desde el cariño y, hay que decirlo, desde la nostalgia. Me divertía escribiendo, compartiendo...

La vida; que te lleva, te trae, te mece, te zarandea, te acuna, te sorprende, te quita, te acaricia, te da... te enseña.
 Hoy me ha traído aquí. Veremos...

lunes, marzo 30, 2009

Hechizos



De esos que prepara la vida.
Sin ojos de sapo, sin pieles de serpiente.
Esos que no reponden a nada y lo dicen todo.
[...]


Hace frío. Parece que vuelven a bajar las temperaturas.
Abro la ventana y pongo la calefacción.
Así debe ser para poder fumar y no pasar frío.
Y más cambios.


La primavera siempre trae cambios.
En las flores y en la vida, aunque suene poéticamente cutre.
La gente ahora hace planes para cambiar. Le da por ahí.
Es perfecto.


Cambiarse de ciudad. Estudiar algo nuevo.
Preparar vacaciones.
Esta estación es siempre el ecuador de algo.
Y en los ecuadores de la vida hay que espavilar.
Eso dicen...


Y si no lo es -ecuador- uno se lo inventa.
Que siempre va bien recordarse que uno sigue eligiendo.
[...]


Leí hace poco sobre lo insoportable de la inmovilidad que nos viene caracterizando.
Esas ansias de cambiar de móvil, de zapatos, de novio o de peinado.
Parece que no se soporta bien eso del "siempre más de lo mismo".
Aunque sólo sea por torear al miedo.
...


Hasta un punto. Un punto flaco y fibroso.
Casi imperceptible.
Como cuando una mano enrosca un mechón de pelo tras tu oreja.
Como cuando te explican el mejor de los cuentos inventados.
A medida. Como quien sabe los centímetros exactos de tu cuello.


Así. Justo así.
Inesperado y preciso.
Y el recuerdo, que casi nunca es pasado si se le llama así, pasa a mejor vida.


Se vuelve resbaladizo.
Como la manta que cae sin remedio cuando ladeas las piernas.


Y se queda ahí. Olvidado, siendo de veras pasado.
Siendo vacío y frío.
Y resurgimiento limpio de una indiferencia no fingida.
Y sólo así se puede permitir el paso de algo.


Y las piernas reclaman ese hechizo que sabes tuyo.
Que sabes para ti.

jueves, marzo 05, 2009

Escozor


Hoy ha sido un día raro.
Hacía frío para ser marzo.
Y mucho viento.
Tanto que he recordado el epicentro de este invierno.
De un raro e inseperado invierno.

Igual de raro que las rosas que siguen en la cocina.
Tan frescas, tan altivas.
Tan a punto de marchitarse. De dejar de ser.
[...]

Hoy, en clase, un chaval me ha preguntado qué era la religión.
Lo ha hecho después amontonar muchas virutas de goma sobre el pupitre.
Después de borrar a conciencia una página entera.
Y lo ha preguntado limpiamente.
Con voz baja y firme. Con mirada clara.
Los demás seguían sumidos en sus libretas. Sin escuchar.
Absortos en ese mundo de ejercicios y concentración que se reduce a un metro cuadrado.
Seguía mirándome. Y yo a él.

Pasados unos segundos mi silencio le ha devuelto a la libreta.
Allí, de pie, he mirado sus manos, sus brazos. Su cabeza.
Todo creciendo. Todo haciéndose.
Y me he preguntado cuándo dejamos de buscar respuestas.
Cuándo sentimos que la resignación puede formar parte de la vida.
Y cómo nos afecta eso.

Cuándo nos abandonamos a la inútil aceptación de cientos de cosas.
Cuándo la comodidad momentánea deja por inexplorables caminos reales y existentes.
[...]

El paso de las horas y las diferentes clases iban diluyendo las preguntas.
Ya saben... el poder del presente, del ahora.
Pero a la hora de comer me he encontrado en el mismo río.

Hacía tiempo que no le veía. Estaba igual.
Gafas diferentes creo.
Como siempre que se queda con viejos amigos hemos revuelto recuerdos.
Y también hemos visto fotos en un aparato pequeñísimo y magnífico que hace casi de todo.
Almacena, llama, ordena, piensa, escribe, canta... Sólo le faltaba dar un saltito e ir al servicio.

La inmediatez. Sí señor. Lo ha dicho él.
Y yo he asentido mientas comía una patata detrás de otra.
La magnífica y terrorífica inmediatez.
Y el mal uso.

La que justifica decisiones, acciones y destierros.
La que ahoga a la conciencia.Y a la paciencia.

domingo, noviembre 23, 2008

Cazadores de sapienza

En la cafetería se está caliente,
Traigo las manos heladas y pienso en sabañones.
Me siento. Agotada.
Aún tengo agujetas del último sobre esfuerzo.
La combinación perfecta entre cansancio físico y mental.
Perfecta porque ya llega el fin de semana.
Y visualizo mi edredón nórdico como un paraíso alcanzable.


Me traen el poleo menta.
Cuando lo vierto en la taza el líquido chorrea. Como siempre.
Me levanto para alcanzar el diario de otra mesa.
Y los gemelos se retuercen por dentro.

En la portada veo el claustro de la Universidad donde estudié.
La foto muestra a un montón de estudiantes protestando por la nueva ley educativa.
A pie de página dice que fueron los estudiantes de filosofía, políticas y filologías los que más se manifestaron.
Si es que todo tiene sentido.

Miro la contraportada. La de las entrevistas.
Esta vez es un sociólogo. Famosísimo se ve.
Hay un retrato suyo.
Es un hombre típico.
Está sentado. Tiene el pelo muy blanco.
Y greñas en la nuca. Y más de ochenta años.
Tiene esa pose y esa mirada. Sí.
Esa pose que irradia lo que muchos consideran sabiduría.
Una sabiduría que pasa por citar frases y nombres de autores que el mundo también reconoce como sabios.

Es curioso cómo se citan unos a otros.
Siempre me ha resultado pretencioso y pedante estar nombrando a los demás antes de decir lo que uno piensa.
Si es que realmente se llega a decir lo que uno piensa.
Es como utilizar algo que, como mínimo, te va a desviar de tí mismo.
[...]

El saber, además de ocupar lugar, se goza.
No siempre, pero casi siempre incita a la vanidad y la condescendencia.
Aunque un buen saberdor siempre sabrá espolvorear humildad cuando toca.
Y esa humildad, que antes era tan solo falsa modestia -necesaria- se ha convertido ya en estandarte.
A derivado, diría yo, en otra falsedad peor.
La falsa incerteza.
La que todo lo cubre. Todo lo permite. Y todo lo vale.
La que subestima o sobrevalora según conveniencias culturales.

Hoy, se reconocen a los sabedores por sus dudas.
Igual que por sus conocimientos.
Un hedonismo nada fértil. Inútil me atrevo a decir.

Resumiendo, que quien no contempla otras opciones no puede ser un intelectual.
O un buen intelectual.
Así piensan demasiados.

Es un intento de cruce entre lo afianzado y la lógica.
Un nuevo invento de eso llamado post modernidad: Sé mucho, pero me lo cuestiono todo.
Y si a eso le añadimos mansamente un: Será que no se tanto... Ya está.
Ahí lo tienes.
El intelectual del S. XXI.
Aplaudido y venerado.

Atribuir el conocimiento a los sabedores de antaño; clásicos y contemporáneos.
Y atribuirse a sí mismos la opción de cuestionarse lo aprendido.

Pero esa duda, esa reconfortante incerteza naranja y brillante como la boya de cualquier playa -expuesta como virtud fascinante de nuestra época- necesita aval para no ser desdeñada.
El aval de los sabedores reconocidos por el mundo.
Los no reconocidos, no valen. Porque entonces es una duda insulsa. Sin fundamento.
Que vendría a ser ignorancia...
[...]

El tipo de la entrevista, el sociólogo, decía en la misma, entre risas -según la entrevistadora- que tenía la impresión de que todo lo que había enseñado a sus alumnos en la Universidad era papel mojado.
Y añadía que eso era fantástico e interesante.

La justificación a eso era la "permanente movilidad" de la sociedad actual.

El "Sólo sé que no sé nada" bailando con nombres y citas de los que sí saben -o supieron- es el compendio perfecto para los predecibles intelectuales que acechan en cada esquina.

Esos que te dejan exactamente igual que antes de haberlos escuchado.
Pero que impresionan, sí.
Aunque cada vez sorprenden menos y cansan más.
Por trillados.

miércoles, noviembre 12, 2008

No hay gente que disponga de mucho tiempo libre.
Hoy, en estos parajes mundanos, las cosas son así.
Y sí, lo que escasea, vale.

Yo misma le he llegado a dar al tiempo un valor casi absoluto.
Cuando me ha faltado.
Como todo el mundo, supongo.
Y ya sabéis.

Siempre que hablo de tiempo, hablo de Borges.
Porque para él, el tiempo lo definía todo.
El tiempo era lo que queda entre un incio y un final.
Así que el tiempo vendría ser el rato que pasa entre nacer y morir.
La vida, vamos.
[...]

Nunca he sabido dibujar.
Ese don, de herencia paterna, le tocó a mi hermano.
Quizás por compensar y por sentirme menos húerfana -de dones- desarrollé la imaginación.
Y me acostumbré a pintar por dentro.
A ver formas que, si acaso, sólo puedo explicar.
Pero no plasmar.

Y puede, sólo puede, que eso lo complique todo.
Sobre el tiempo, también imagino.
Y lo imagino como algo viejo.
Con bufanda. Y pelo blanco.
Con ojos soñadores y sabios.
Y si es que tiene nariz, la tiene larga.

Tiene una mueca en la faz.
Que no siempre es sonrisa.
Una melancolía entrañable.
Que no asusta.
Pero a veces alerta.

Está y existe a cada instante.
Y aún así, se mueve en mundos paralelos.
A niveles un poco incomprensibles.

A ratos lo siento mío.
A ratos, de otros.
A ratos, de nadie.
Se desgasta.

Y cuando lo ves cansado, y lejos, se vuelve otra vez nuevo.
De un blanco impoluto.
Y lo sientes cerca otra vez.

No es algo que esté helado. Ni que arda.
Pero puede dar un frío tremendo.
Aunque tenga su bufanda.
O desprender un calor sofocante.
[...]

Ahora, sus caricias se me antojan agobiantes.
Aunque sean cariñosas.
Y suaves.

Como el amante que, entregado, te desespera un poco.
Por predecible.
Son besos sabidos y largos.
Deseados pero sobrables ya.
...

Eso me ofrece ahora el tiempo.
Inquietud vestida de azul.

lunes, noviembre 10, 2008

Y es que no existen las revelaciones.
Por mucho que las echemos de menos.
Por mucho que las dibujemos.

No hay segundos claves de trascendencia.
Ni momentos decisivos que condicionen nada.
Todo pasa por un proceso de significación.
El nuestro. El subjetivo.
Guste o no guste así vamos compartiendo o discrepando.

Y justo por eso todo queda a merced nuestra.
Con un trazo limpio y claro. Perfilado.
Todo queda a lo que queramos pensar.
A lo que queramos creer.
A lo que queramos sentir.
Y todo eso.... casi sin querer.

La gente es feliz con lo que piensa.
Y, a menudo, con cómo piensa.
Desterrar todo lo demás puede ser hasta inteligentemente cómodo.

Ver a una chica bajándose las bragas, en medio de la calle Balmes, a las siete de la mañana para mear entre dos coches resulta alentador.
Sobre todo si lo hace con mirada desafiante.
Creyendo romper las reglas de algún juego que detesta.
Porque le viene en gana y porque tiene pis. Claro.
Y porque sentirse transgresor tiene su punto.
Aunque sea a niveles mediocres y ordinarios.

Y visualizas ahí las opciones.
Todo lo que podría ser. Y no es. Por elección.
Todas las ansias mal digeridas.
Y todos los resultados de ardores posteriores.

Y una casi se siente reconciliada con el mundo.
[...]

Vienen siendo tiempos de visitar mentes.
Y lugares.
De dar rodeos, quizás.

De bajar a planos de suelo firme después de sobrevolarlos.
De rozar la desidia.

Porque sí.
Pretendemos ser entendidos. Adivinados.
Pretendemos demasiado pues.
Ser premiados con lo que la boca calla.
Con lo que los ojos dicen.
Puede que eso sea alguno de los muchos flecos de la vanidad.

Ser coronados por situaciones que no buscamos pero encontramos.
Y aplaudidos por la máxima de la naturalidad.
O con lo creemos que es la naturalidad.

Pero igual acabas condenado.
De juzgado, no de enfado.
Igual acaban tiñendo de negro la maravillosa ingenuidad.

Y yo, que no entiendo cualquier cosa como natural, me doblego.
Con deleite.
Me retuerzo y derramo azúcar por encima.
Porque lo menos natural, lo menos determinado, me endulza.
Me sabe a menos agrio. A más fresco.
A nuevo.

Y así, disfruto tontamente con lo que me hace sentir menos yo y más parte de algo.
Con lo que me desnaturaliza por unos instantes.
Con lo que me hace sentir graciosamente perdida.

Y lo saboreo. Con cuidado.
Notando la textura esponjosa y ligera de no poder dominarme.
De saberme arrastrada por algo que me supera.

Y antes de que se haga de día, disfruto bajo los focos discotequeros.
Los que esconden mejillas sonrosadas.
Los que camuflan silencios.
Los que protegen la emoción de los gestos.

Y luego....bien, luego llegan los veredictos.


martes, noviembre 04, 2008

El cartel indica que en el próximo desvío está La Fira de Barcelona.
Pongo el intermitente.
Nunca me ha gustado esa zona.
Llevará diez años en obras.
Cada vez que voy ha cambiado algo. A peor.


Esta vez he visto un edificio nuevo. Rojo. Espantoso.
La fachada llena de pequeños tubos verticales.
Como si fuera una cárcel. Y altísimo.


Rotondas y más rotondas. En construcción.
Es todo demasiado grande. Demasiado urbano.
Cemento puro. Gris, gris y más gris.

Algún marrón también hay.


Da igual que algún rayo de sol se cuele entre todo eso.
Es desapacible. Inhóspito.


Trabajé cerca de allí durante una época.
Y jamás sentí impulso alguno de conocer el entorno.
Del coche a la oficina. Y viveversa. Punto.
[...]


Entro en el Ikea.
Lo primero que veo es un sofá blanco.
De charol. Ahora todo es de charol.
Los zapatos, los bolsos... Todo brillante y frío.
Y al lado del sofá un árbol de navidad.
Acabáramos...


Eso es por si a alguien no se le ocurre nada que comprar.
Que compren bolitas y adornos varios para los abetos de plástico.
Claro.


El sitio está lleno. Como si fuera sábado.
Pensamos que la gente trabaja. Pero no.
La gente está en el Ikea.
Comprando. Hablando. Paseando.
Lo de la crisis es un invento de alguien.

Subo y bajo escaleras.
Porque una flechitas pintadas en el suelo, idea -seguro- de alguien que leyó El Mago de Oz, me indican por dónde tengo que ir.
Gracias.
Puede que patente el incorporar Gps a los carritos de la compra.

Estoy buscando algo para tener ordenados los collares.
Sí.
No hay cosas para poder colgar los collares.
Y estoy harta de tenerlos todos enredados en una caja.
Me veo capaz hasta de comprarme un perchero.
Y acabar con ese absurdo.


Le pregunto a una chica que trabaja ahí.
Y que está luchando con unos palos de madera larguísimos.
Siento tener que preguntarle.
La chica tiene una cara de agobio digna de foto.
La coleta de lado. Algunos pelos por la cara.
Agobio jpeg.


Me mira como si estuviera loca.
Que oye, también pudiera ser.
Y me dice que más adelante hay cajas de todos los tamaños.


Me ahorro decirle que conozco la existencia de las cajas.
Que se trata de ordenar, no de guardar.
Suficiente tiene ya con los palos.
Que, además, amenazan con saltarme un ojo.
Y suficiente tengo yo con buscar algo que no existe.
Vayamos todos en paz.


Sigo andando y oigo una voz que resuena por todas partes.
"A todo el personal, activado código 500".
Me quedo quieta delante de una percha con agujeros.
Prometo que es una percha con un montón de agujeros.
Pero los collares no se cuelgan en el armario. No.


Y pienso qué será lo del código 500.
Si será una amenaza de bomba.
O un lenguaje interno de los trabajadores.
Para darse ánimos de que pronto acabará la jornada o algo así.

O para hacerles saber que pueden ir al servicio. No sé.


Y pienso también cuáles serán los otros 499 códigos.
Y si realmente los trabajadores se los sabrán.
De momento, todo el mundo sigue igual.
Ajeno a todo.
Este sitio es rarísimo.

Rarísimamente normalizado. Eso.


No sé cómo, pero he llegado a una zona donde todo son sillas.
Todo.
De muchas formas y muchos colores.
Tengo que sentarme. Quiero sentarme.
Debe ser una buenísima estrategia de márketing.


Elijo una blanca. Muy rara. Redonda.
Es bastante cómoda.
Debo haber salido de mi mundo.
Porque empiezo a mirar a la gente.


Enfrente mío hay una pareja joven.
Él carga una alfombra, enrrolladísima.
Ella lleva una bolsa amarilla colgada al hombro.
Están discutiendo.


Él habla y gesticula rápido. Como enervado.
Ella mira furtivamente a los lados. Cansada.
Diría que está avegonzada. Pero no lo sé.
No sé nada y no quiero saber.


Mi mente, que está tan aburrida como embutida, empieza ya a imaginarles una historia.
De rutina, puede que de crisis económica y de hastío. Quizás hijos que estén con la abuela.
Pero me contengo.


Mal momento para crear cuentos. Demasiado palpables.
Y al pasar por su lado casi me estremezco.
Y sé bien por qué.


Sigo.
Por ese camino de adoquines verdes y amarillos.
Veo velas.
Casi siempre que veo velas sonrío tontamente.

Pero ahora es imposible.
Aquí nada es único.
Sólo son formas apiñadas, una tras otra.
Las veo todas iguales.
Aunque sé que son de distinta forma. De distinto color. De distinto olor.
Pero así no. Así son todas iguales.

No tiene gracia.


Lo del código 500 no era una bomba.
Porque seguimos todos ahí. Respirando.

O sí, pero la han desactivado.


Pregunto por la salida.
El chico me dice que tengo que seguir las flechas.
Que hay que dar toda la vuelta al centro.


Y mientras que voy en el sentido contrario a la flechas -y a la gente, claro- siento algo agrio.

Una tristeza vacía.
Y no es la proximidad de la navidad.
Porque a mi, la navidad, aún me gusta un poco.